Nuestra cultura nos ordena ser felices. El nuevo imperativo es «ser positivos» y optimistas. Familiares, amigos, colegas e incluso los extraños nos animan a estar siempre alegres, a dar buenas noticias. Ser «positivos» ha devenido una cualidad para la vida social y una actitud que se debe mantener, independientemente de las circunstancias que se atraviesen.
El mandato de ser felices comienza a principios del siglo XX, cuando nace la autoayuda, que enseña que la felicidad es una cuestión de técnicas que está al alcance de cualquiera. Desde su origen, la autoayuda condena las emociones «negativas»: la indecisión, la inseguridad, la tendencia a la preocupación, incluso la tristeza. Los pesimistas, los que no son felices tienen que reeducar su mente. Y deben aprender el método para alcanzar la dicha: practicar el pensamiento «positivo», «visualizar» tranquilidad y éxito, contener la ansiedad y la tristeza a través de la meditación.
Helena Béjar analiza el origen y desarrollo del ideal moderno de felicidad. Desde la Ilustración hasta hoy se va gestando un concepto de felicidad que pretende superar todo límite para lograr dicha meta: el del temperamento, el que impone la sociedad, incluso el de la herencia genética. El estudio crítico de la autoayuda en sus diversas versiones nos permite comprender mejor la cultura de la sociedad individualizada. ¿Acaso se ha convertido la búsqueda de la felicidad en una empresa que nos hace más infelices?