La historia del siglo xx ha producido una innumerable cantidad de figuras fascinantes, de biografías volcadas en los procesos revolucionarios y en las trágicas guerras que atravesaron el siglo. Paul Mattick es sin duda una de ellas. Obrero tornero, desde muy joven implicado en la izquierda comunista alemana, víctima de la violenta represión que siguió a la Revolución de 1918 y siempre volcado en una continua actividad de autoformación y discusión. La singularidad de Mattick se cifra en una fidelidad sin mediaciones al principio que impulsó al movimiento obrero desde la Primera Internacional: que la revolución solo puede ser obra de los trabajadores mismos. Por eso, fue un crítico temprano e implacable no solo del reformismo, sino del leninismo bolchevique. A la vez, defendió la posibilidad de otro tipo de comunismo, resultado de las instituciones democráticas de poder obrero, los soviets, los consejos. Condenado, como tantos otros, a la inactividad política en los años de la Guerra Fría, su esfuerzo se volcó entonces en una tarea que ya había comenzado a desarrollar en la década de 1930: el estudio de la