La conmovedora historia real de un adolescente que cruzó todo un continente para seguir estudiando.
Imagina que vives en un país que no te permite realizar los estudios necesarios para desarrollarte como individuo.
Imagina que no tienes mayor sueño que ese, precisamente.
Trata de imaginar ahora que, con quince años, con la mente fría y despierta del adulto que proyectas ser y el corazón cargado de los secretos e ilusiones del niño que eres todavía, te escapas de casa sin más fin que conseguir un propósito que comienza a truncarse y a volverse violento y deshumanizante desde la primera parada en el camino.
Esta historia, tan real como lo es la injusticia en el mundo en que vivimos, es la mía.
«Me recuerdo tumbado, mirando al cielo. Incluso en esas circunstancias era imposible no apreciar la belleza de las estrellas y de la luna llena en un cielo tan limpio y despejado. Por mi mente desfilaban las imágenes de cada miembro de mi familia, de cada amigo. Conecté de nuevo con mi realidad, que había dejado atrás cuando vivimos el ataque de Boko Haram en Nigeria. En ese preciso momento quise tirar la toalla, volver a casa y reunirme con mis padres, pero lo cierto era que estaba en un lugar donde, por mucho que gritara, nadie me escucharía, salvo los que estaban conmigo, igual o peor que yo. Entonces me acordé de que a mi madre le encantaba contemplar la luna, sobre todo cuando está llena. En casa se ponía, a veces, un cubo con agua en el patio para observar el reflejo que la luna dejaba en su interior. Pensé que, en ese instante, mi madre podría estar contemplando la misma luna que yo, pero en casa, en Duala. Así que me puse a hablar con ella, o al menos eso creía, a través de la luna».