Todos los días que Gonzalo iba a subir a comer o a cenar a casa, Isidoro planeaba conversaciones interesantísimas sobre su vida, sobre alguna historia del barrio, sobre un libro que había leído. Y luego todas esas expectativas se desinflaban mientras Gonzalo devoraba lo que Isidoro había cocinado y este se limitaba a mirar cómo lo hacía. Verle disfrutando mientras comía era, probablemente, lo más cercano a darle placer real que iba a estar nunca.