A nadie que se haya acercado a la literatura nórdica le puede resultar ajena la figura de Karin Boye. Físicamente, por esa mirada perdida en el más allá, como si su reino no fuera de este mundo; y en las grabaciones sonoras que de ella nos han llegado, por la voz vibrante, espiritual y emocionada. Literariamente, por algunos poemas cargados de un anhelo indescriptible y a veces inescrutable, pues los tiempos imponían ocultar la homosexualidad. A lo sumo, por su novela Kallocaína. Y en general, de forma fragmentaria, de modo que cabe preguntarse por qué la recepción de su obra ha sido tan desigual y por qué la verdadera repercusión de su figura literaria ha tardado tanto en reconocerse.
En el transcurso de mi trabajo con la traducción de los cinco poemarios de este volumen, la figura de Karin Boye ha ido creciendo ante mis ojos, los del intelecto y los del corazón, hasta alcanzar una dimensión extraordinaria tanto más sobrecogedora y emocionante cuanto mal conocida e ignorada para un público amplio ha permanecido dentro y fuera de Suecia en el transcurso de las décadas. Porque Karin Boye vivió intensamente su tiempo, participó de todas las cuestiones candentes de su época y dejó en ella y en sus contemporáneos una huella mucho más profunda de lo que en ocasiones ha trascendido a causa de ciertas convenciones.
Y escribió. Incesantemente y movida por una voluntad inquebrantable de rebelarse y de romper con la tradición (la literaria y la ideológica), por una necesidad imperiosa de progreso y de libertad. Y, con todo, su obra se ha mantenido viva y no ha dejado