El rey de los rebecos es ahora un animal cansado. Solitario y orgulloso, desde hace años impone su supremacía. Estamos en noviembre, época de duelos. Desde el valle sube el olor del hombre, del asesino de su madre. También el hombre, aquel hombre, está entrado en años y ha pasado gran parte de su vida cazando furtivamente animales en la montaña. Y también ese hombre lleva ;impropiamente; el nombre de «rey de los rebecos» por todos los que había matado. Nunca dejaba al animal herido, lo abatía de un solo disparo.
Erri De Luca espía la inminencia del encuentro, de un duelo que parece incluir todos los duelos. Lo hace entrando en dos soledades distintas: la del gran rebeco parado bajo la inmensa y protectora bóveda celeste y la del cazador, el ladrón de animales, que nunca ha tenido una verdadera historia que contar para atraer la atención de las mujeres, para vencer su batalla contra los demás hombres.
«En toda especie son los solitarios los que se atreven a experiencias nuevas», dice De Luca. Y aquí se habla, precisamente, de estos dos animales que se enfrentan en una distancia cada vez menos perceptible, hasta la piedad de un abrazo mortal.