Las trepidantes salas de baile donde los jóvenes ociosos de la alta sociedad se encuentran con dependientas que sueñan con París; los teatros de Greenwich Village y sus salones de té, poblados de excéntricas mujeres que fuman más de cien cigarrillos al día; el barullo endomingado de Coney Island; los decrépitos callejones de Chinatown y la media luz de los combates de boxeo en los que las mujeres elegantes pierden la compostura. No hay otro Nueva York como el de Djuna Barnes, como no hay escritora que se le parezca. Su ojo para los personajes excéntricos –dentistas callejeros que embaucan a una multitud subidos en una tarima improvisada en plena calle, jóvenes sufragistas decididas a movilizar a las masas
con tímidas metáforas vegetales, gorilas altivas tristemente resignadas a su cautiverio en el zoo del Bronx o comisarias de policía que escriben poesía– es único, como lo es la combinación de una energía desbordante y una sensibilidad a flor de piel.
Así es la mirada de Djuna Barnes cuando observa su ciudad desde el ferry que la rodea por mar, o a través de los ojos de los jóvenes soldados que la contemplan por primera vez. Y así, por medio de su escritura, mezcla de ironía y emotividad, nos llega el Nueva York que nos describe –el de los años de la Primera Guerra Mundial–, lejano y vívido al mismo tiempo, en un vaivén imprevisible entre lo conmovedor y lo burlesco, tentándonos a preguntarnos, como solía hacer su vecino E.E. Cummings en Greenwich Village gritando de cuando en cuando por la ventana: «¿Sigues viva, Djuna?».