Entre 1932 y 1936, Carlo Emilio Gadda se embarcó en el proyecto de escribir una novela ambientada en Milán que se llamaría Un fulmine sul 220, donde se proponía narrar el amor prohibido entre Elsa, esposa del adinerado Gian Maria Cavigioli, y Bruno, un asistente de carnicero. Finalmente, insatisfecho con el proyecto, decidió abandonarlo.
Unos años después dicha novela fallida se convertiría en su magistral libro de relatos La Adalgisa, un retrato satírico y burlesco –y, a la vez, un fresco abigarrado y enciclopédico– de la sociedad milanesa de la época: banqueros fraudulentos, empresarios ingenuos en apuros, ingenieros que construyen puentes que se desmoronan, viejas brujas goyescas que encarnan la decadente aristocracia local, burgueses obsesionados por tener descendencia masculina… y mujeres que se lanzan en brazos de simpáticos proxenetas que, por su parte, prefieren a las criadas recién llegadas del campo. Un caótico maelstrom humano pasado por el filtro de la irrisión.
Pero como siempre ocurre con Gadda, también encontraremos retratos de gran delicadeza y ternura, muy particularmente el de Adalgisa, quien, tras su impactante debut en La traviata –un impacto más para la vista que para el oído–, habrá de verse viuda y limpiando el polvo de las tumbas del cementerio Monumental. La Adalgisa es también, y ante todo, un homenaje a Milán –un homenaje que oscila entre la veneración y la blasfemia–, ciudad cuyos mil rostros asoman a la vez en este libro deslumbrante.