Cuando una hermosa mañana estival de 1934 llegué a la escuela, Herr Grimmelshäuser, nuestro maestro de tercer grado, comunicó a la clase que el director, Herr Wriede, había dado la orden de reunir en el patio al alumnado y el cuerpo docente. Allí, ataviado con el pardo uniforme nazi que solía vestir en las grandes ocasiones, anunció que «el más esplendoroso momento de nuestras jóvenes vidas» era inminente, que el destino nos había escogido para estar entre los agraciados por la fortuna de contemplar a «nuestro amado führer Adolf Hitler» con nuestros propios ojos. Era ése un privilegio, nos aseguró, que nuestros hijos aún no nacidos y los hijos de nuestros hijos envidiarían en tiempos venideros. Yo tenía entonces ocho años y no había advertido que, de los casi seiscientos chicos congregados en aquel patio, era el único a quien Herr Wriede no se dirigía.
Así se inician las apasionantes memorias de Hans J. Massaquoi, director durante muchos años de Ebony, la más prestigiosa revista «negra» de Estados Unidos. Nieto de un cónsul africano cuyo hijo contrajo matrimonio con una enfermera alemana y criado durante su primera infancia en el bienestar propio del universo diplomático, el triunfo del nazismo trastocaría dramáticamente su existencia. Padre y abuelo se vieron obligados a abandonar el país y Hans fue a dar con su madre a una miserable buhardilla de Hamburgo. Pero el cambio de posición social fue sólo el principio de sus desventuras: durante los doce años siguientes viviría estigmatizado por su impureza, privado de su humanidad como individuo envilecido con sangre no aria. Hans, sin embargo, se dejaría cautivar por la fascinación que Hitler ejercía sobre todos sus compañeros e intentaría (tan irónica como infructuosamente) ser admitido en las Juventudes Hitlerianas. Cuando las tropas británicas ocuparon por fin Hamburgo en 1945, Hans J. Massaquoi había conseguido sobrevivir al delirio racial del nazismo y a la ferocidad de los bombardeos aliados.