En 1946, el periódico sueco Expressen envió a ese gran «cementerio bombardeado» que era la Alemania de posguerra a Stig Dagerman —un autor de sensibilidad anarquista que, pese a contar solo veintitrés años, ya gozaba de cierto prestigio literario, pues había publicado las que serían sus dos novelas más importantes, La serpiente y La isla de los condenados— para que escribiera una serie de reportajes que todavía hoy están considerados como toda una lección de periodismo literario. Y es que, mientras los diarios del mundo entero ofrecían el retrato maniqueo de un país al que se le exigía una abjuración desmedida, Dagerman, un narrador dotado de una delicadeza extraordinaria y libre de cualquier tipo de prejuicio, prefirió observar y escuchar, cruzar el país en trenes abarrotados, visitar sótanos inundados y urinarios reconvertidos en el miserable «hogar» de muchas familias, recorrer las ruinas de ciudades como Hamburgo, Berlín, Múnich o Colonia, o asistir al ridículo espectáculo de los procesos de desnazificación para contar el sufrimiento de los vencidos. El inconmensurable talento de Dagerman, su palpable humanidad convierten Otoño alemán en un testimonio complejo e inestimable de la deplorable situación de un pueblo desnortado y empobrecido, en una honda meditación sobre el odio y la culpa, y en una denuncia del hipócrita discurso de los aliados.