Si la realidad quiere ser una presencia semoviente, un fenómeno para cuya aparición debemos retrotraernos a los albores materiales del decir, por debajo de toda ley gramatical, entonces la palabra solo puede enraizar en la contraescritura, desierto de la retórica, a través de un ejercicio de roturación del lenguaje; para
que lo dicho suelte su sal primera y fecunde la expresión. De ahí que Ruth Llana (Pola de Siero, 1990) trabaje de forma parecida a los earthworks de los años 70, donde el artista manipulaba lo material en el punto anterior a lo escultórico, a lo edificado.
Sin embargo, la lengua no puede resistir la perfección del silencio, y siempre termina por romperse en voz, conversación, abrazando una fragilidad poderosa que hace brotar la flor del saguaro. Porque, como la autora señala: «Hay asombro en la disposición de los objetos cotidianos».
Resulta que la escritura es síntesis de esos dos estados, y lo es también en la acepción científica del término, pues quien por fin está en disposición de hablar, en acto de gracia, deberá finalmente hacerse cargo de lo proferido: de su composición elemental, de los enlaces de lo cristalizado, un regreso al reino natural que esta vez es taxonómico, flor de la Carnegiea gigantea.
En este libro conmovedor e inabarcable, y que obtiene su unidad por sedimentación, la autora nos ofrece tres incursiones en la escritura: una contemplación, un alegato y un tratado.