El final de la misión militar internacional para Afganistán, la ISAF, en 2014, tuvo lugar en un ambiente agridulce para los gobiernos y los ejércitos implicados en ella. El alivio por la conclusión de una misión que había costado tantas vidas y recursos se ha visto contrarrestado, sin embargo, por la fragilidad de los logros obtenidos, sobre todo ante el creciente auge de la insurgencia talibán. El futuro se presenta hoy plagado de incertidumbres. Existe el grave peligro de que el país quede atrapado en una situación crónica de pobreza y de desorden, bajo la égida de camarillas políticas vinculadas a la industria del crimen organizado.
Un escenario semejante se presta a reacciones muy diversas. Podemos aceptar la visión esencialista y fatalista de Afganistán, como una sociedad tribal y belicosa, condenada por siempre a la barbarie. Podemos también seguir creyendo en la posibilidad de remodelar países a la fuerza, guiándonos por un puñado de esquemas prefabricados, a la manera neo-con. Pero podemos, finalmente, frente a estas dos posturas tan extendidas, abogar por el apoyo prudente a la modernización de otras sociedades, sobre la base siempre de un reconocimiento de la magnitud de los problemas a los que hay que enfrentarse. Esta última opción requiere un conocimiento lo más profundo posible del país concernido, yendo más allá del estudio de los retos más inmediatos, para buscar en su complejo pasado histórico algunas respuestas
a los interrogantes del presente.