Por más que lo hayamos olvidado, en el origen de nuestra Modernidad sentimientos y razón no eran incompatibles. Todo lo contrario: resultaban momentos de la vida que se reclamaban mutuamente.
Realmente en el origen de nuestras imágenes y conceptos democráticos se sitúa el deseo de educar los sentimientos junto con el convencimiento de que la razón ha de ser sensible. Haber olvidado esta imbricación y haber relegado a sentimientos y razón a campos incompatibles es lo que lleva a las desafecciones que hoy aquejan a nuestras democracias (dificultad para engarzar el reconocimiento de la diferencia cultural, sospechas ante la formalidad de la justicia, fragmentación de la identidad ...).
La conclusión de este libro es que mejor nos iría si aprendiéramos a defender sentimentalmente la ciudadanía democrática que hemos construido con dificultad y pesar precisamente desde la asunción de que no hay ciudadanía que no genere una afección sentimental. En esa afección, que no es ajena a la razón, el XVIII nos enseño que reside el núcleo de nuestro mundo. Este libro es la historia de esa enseñanza.