Veinte años atrás las fuerzas de izquierda en América Latina y en el mundo pasaban momentos muy difíciles. Caía el muro de Berlín, la Unión Soviética se precipitaba en el abismo y terminaba por desaparecer a finales de 1991. Privada de la necesaria retaguardia, la revolución sandinista era derrotada en las urnas en febrero de 1990 y los movimientos guerrilleros de Centroamérica se veían forzados a desmovilizarse. Era difícil imaginar que dos décadas más tarde la mayor parte de los países de América Latina iba a ser gobernada por líderes de izquierda.
Ello no ha sucedido por azar. Ha sido en América Latina donde se empezó a entender que sólo con una nueva organización política, volcada a la sociedad, inmersa en los sectores populares, practicando la unidad en la diversidad, el respeto a las diferencias étnicas, culturales, de género, etcétera, es posible sentar las bases de un nuevo proyecto político en la que la izquierda pueda asentar una hegemonía en el camino hacia un socialismo para el siglo XXI.
La izquierda maduró también en relación al movimiento popular, entendiendo que éste no debe ser tratado como la mera correa de transmisión de las decisiones del partido, sino que debe tener creciente autonomía como para tener su propia agenda de lucha y que el papel de la o las organizaciones políticas es articular las diferentes agendas en lugar de elaborar una agenda desde arriba. Ha entendido que su papel es orientar, facilitar, acompañar, y no suplantar; que es necesario eliminar toda actitud verticalista que anula la iniciativa de la gente; que es necesario aprender a escuchar, hacer un diagnóstico correcto de su estado de ánimo, poner oído atento a las soluciones que surjan desde abajo.
Por último, la izquierda latinoamericana ha comprendido que la democracia es una de las banderas más caras de la izquierda y que la lucha por la democracia es inseparable de la lucha por el socialismo, porque sólo en este sistema social se podrá desplegar plenamente la democracia.